11 Agosto 2011
Editorial de El Nuevo Día
El fallo emitido por la jueza del Tribunal de Carolina, Inés Rivera Aquino, calificando como “asesinato atenuado” el crimen cometido por un hombre que mató a tubazos a su esposa, es un mensaje contradictorio por provenir de la judicatura, y un golpe a la lucha contra la violencia de género.
Por eso sostenemos que tan pronto se produzcan las condiciones pertinentes para someter una apelación, el Departamento de Justicia proceda con este trámite, en el interés de que pueda revertirse ese veredicto nefasto y se le explique al País los criterios que prevalecieron para llegar a un fallo que, hasta el momento, arroja demasiadas sombras sobre la forma en que se enfocó tanto el papel de la víctima como el del victimario.
Porque, ¿qué puede atenuar o disminuir la crueldad con que un asesino confeso, en este caso Leslie Javier Álvarez Vázquez, después de discutir con su esposa, de la que estaba separado, se marche en busca de un objeto contundente y regrese al apartamento de la víctima para ultimarla a golpes? ¿Cómo puede justificarse o excusarse de alguna manera la enorme carga de violencia que representa un hecho como ese?
Porque calificarlo de “asesinato atenuado” significa para la jueza que hubo atenuantes, circunstancias que en cierto modo hacen “comprender” la conducta del agresor, un hombre que, ante este veredicto, podría estar en la calle en muy poco tiempo.
En un año en que se anticipa que se batirá el récord de víctimas de la violencia machista, este veredicto tiene el efecto de poner en situación todavía más vulnerable a las mujeres maltratadas o en peligro de ser asesinadas. ¿Dónde quedan los alegados avances relacionados con las salas especiales para atender la violencia de género y los seminarios a los jueces y otro personal de la judicatura?
Basta un pequeño muro de incomprensión, y una decisión que revictimiza a la mujer para que se arruine todo lo que se intenta hacer en la dirección correcta.
Una cosa es trabajar con los agresores, intentar rehabilitarlos y modificar las conductas que degeneran en patrones de control y violencia, y otra muy distinta propiciar un clima de impunidad que distorsiona el sentido mismo de la justicia. Las características de este crimen, lejos de “atenuar” la saña con que fue cometido, deberían propiciar una reflexión mucho más amplia y responsable.
En los tribunales del País quedan pendientes todavía numerosos procesos vinculados a la violencia de género. Lejos de aflojar la presión sobre los agresores en estos casos de ataques despiadados, donde la mujer pierde la vida, el mensaje tiene que ser de cero tolerancia. Las instancias de seguridad pública enfrentan su propio reto, y de hecho se trabaja con las nuevas promociones de policías para educarlos al respecto.
Pero en los tribunales también tienen que comprender que la discreción judicial no puede estar por encima de la sensibilidad ni puede ser una vía para cambiar los hechos. Esa discreción mucho menos puede obrar por encima de la vida humana.
De manera que si algo tiene que estar claro, es que el apoyo a las víctimas no debe proyectar fisuras ni vacilaciones.
Un tribunal existe para propiciar justicia; jamás para revictimizar a las víctimas ni para adoptar el oscurantismo como auxiliar en la adjudicación de las cuestiones de Derecho.
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